Huellas dactilares olvidadas en la arena.
Turbulencias
al despegar, un tinto viendo la serie “The big bang theory”, leyendo revistas
que anuncian el carnaval de Barranquilla, los penthouse del futuro, la tradición del
caucho en el Amazonas, el tenso viaje de las tortugas bebé hasta el mar, las
grandes boutiques del centro histórico. Todo un paquete comprimido de
posibilidades para atrapar al viajero, que no se apega a un plan establecido,
que como las tortugas bebé, van disminuyendo en número a medida que van
acercándose a la playa, hasta quedar dos o tres; viajero que aún debe cumplir
con lo que se exige de un turista, todo ese reino de poses, actitudes y
ademanes, que debe culminar en una foto, como el mar ansiado de la tortuga: una
fotografía que los librera de la angustia de estar entre el nacimiento y la
muerte, entre los espacios intermedios,
por los que se pasa sin dejar huella. La foto, como el mar, ya fijó nuestro
destino, tortuga jorobada, dulce amiga mía.
Voy
hacia el mar con una identificación vencida hace dos años, como si mi identidad
caduca al llegar al barrio la Campiña, solo sirviera para rememorar lo que fui.
La expectativa de saber de mi tía Sonia crece, aquella tía que nos brinda
alojamiento, a mi hermano Mauricio y a mí, mientras emprendemos la búsqueda de
un músico desaparecido en la Ciénaga de la Virgen, una leyenda de la cual se
sabe poco, llamado “El hombre manatí”; recuerdo a Sonia como la amiga que nos
llevaba a jugar billar, la alcahueta, la
cuñada y amiga de mi mamá, la joven de la familia, la rebelde, la única de las
hermanas de mi papá a quien el mar sedujo con la promesa de perderse en su
espesa indeterminación, condenada a vagabundear por la noche tibia como un
sueño sin nombre. Ahora me pregunto cómo salir y no he podido, mi tía Sonia
abarca un recodo de mí en donde no
existen orillas.
Ha
subido de peso, más que sus arrugas, su nuevo acento y su piel morena me
entregan una imagen nueva de ella que no ha abandonado su carácter y
determinación, nos bajamos del taxi y le entregamos la “cava”, un refrigerador
de icopor que le envían desde Bogotá, porqué allá son más baratas; mi tía Sonia
vende refrescos, bolis, jugos, arepa e huevo, bollo e yuca, patacones rellenos,
en un negocio que tiene ubicado al lado del centro de salud y al frente de la
iglesia cristiana del barrio la Campiña, en Cartagena; hace tres años colocó
una carpa grande de fuertes varillas, allí la deja todas las noches y nadie se
la quita, nadie la invade, guarda la estufa y demás utensilios en el
parqueadero de una amiga, y los motociclistas que también la conocen, la llevan
a la casa con la cava casi vacía; cuando llega a la casa la reciben su hijos
Junior, Dayana y su gato, que es muy perezoso y llega de ultimas a la puerta,
seguramente por los 38 grados centígrados que lo hacen sentir pesado, tal vez
por eso los gatos de Cartagena son tan perezosos, han renunciado a la levedad, a
cazar, a esconderse de la gente, son de plomo, solo les falta dormir en mecedoras y cantar
con cierta queja o vibrato, sendos vallenatos a toda voz, para parecerse a sus
dueños.
Dayana
y junior no se parecen mucho; ella es activa, bullosa, incansable, terca; tiene
nueve años y se levanta de lunes a viernes a las cinco de la mañana para irse
al colegio, es complicado a veces levantarla porque se acuesta tarde, se pone a
ver televisión o a jugar y olvida de preparar los jugos, empacarlos en pequeñas
bolsas y alistar la masa para las arepa e huevo, aun así tiene que hacerlo y
cae rendida; Junior es flojo, así le dice su mamá “ junior, ¡tú eres flojo,
eres flojo!” y presiento que va terminar convenciéndose de eso; es muy consentido
y tiene un extraño hablar, las “erres” las convierte en “eles”, arrastra las
“eses” más de lo común, las arrastra tanto que desaparecen.
Mientras
yo enseño a leer a Junior, Dayana me enseña a empacar los jugos, inflamos las
bolsitas donde Dayana deja caer el jugo con gran medida y exactitud, mientras mi hermano sigue con la determinación
de encontrar al mítico hombre Manatí, a esa figura incansable, el deforme, el
genio, el forjador de nuestro viaje a su origen resbaladizo, el compositor
sumergido en su historia: un suicidio en el fondo de la Ciénaga, una enfermedad
incurable, un legado casi desaparecido; ¿Qué es el hombre manatí? Es la
pregunta que nos hacemos todas las noches, mientras el marido de mi tía llega
cansado de trabajar en la moto, repartiendo pedidos, y como un zombi de tierra
caliente, devora insaciable pedazos de imágenes que succiona de la tele.
La
primera pista nos llega de parte de mi tía, un grupo de vallenato puede saber
algo del monstruo sensible, del mamífero de las aguas: “los internacionales”.
Madrugamos al negocio, donde llegan a tomar tinto, y de allí inician su jornada
como prestamistas, mi tía es una de sus clientes asiduas; hablamos con dos de
ellos, pero no saben nada del asunto, cantamos unos vallenatos de su autoría,
se despiden de mi tía Sonia con el nombre de “Diana”. Era la única mujer en el
negocio, ¿cómo pensar que se trataba de otra mujer? Seguramente una
equivocación, olvidaría su nombre, no le dimos importancia; los internacionales
nos prometieron un contacto que podría saber del hombre Manatí, también estábamos
interesados en las composiciones de los Internacionales; el próximo paraje
sería Bayunca.
Lo
primero que se distingue al entrar a Bayunca es la música: En la cuadra de la
champeta los Pikó colisionan con sus beats las burbujas de la cerveza, los vidrios
de las casas, el pecho acelerado de las mujeres; un flujo de personas que salen
y entran de las flotas se confunde con los que salen a pasear o bailar. Bayunca
es un corregimiento a unos veinticinco kilómetros del centro histórico, algunas
casas construidas en madera se consideran de invasión, sus habitantes no tienen
un acueducto, y los que lo tienen tuvieron que pasar 185 años de sequía y una
buena temporada de agua potable “gorda” como ellos llaman al agua salada que
salía de los grifos . Ya en el corazón del corregimiento, los niños se asoman
con sus madres en el portal de sus casas y nos miran con curiosidad; seguimos
siendo turistas, extraños, a pesar de cantar vallenatos con ellos, a pesar de
no querer usarlos, ¿por qué no nos contentamos con ellos, en vez de continuar
con la búsqueda inútil, de aquel que se sumergió en las aguas, deforme por su
enfermedad incurable? los internacionales nos acompañan en nuestro desasosiego;
Henry carrascal, voz líder del conjunto, me dice que en la música, si una
persona no tiene apoyo, o la posibilidad económica, termina en el anonimato,
por más buena que sea.
Mientras
mi hermano persiste y busca la forma de no decaer, yo intento grabar los
rastros de aquel que fue o no será, en la cinta de mi cámara: la larga carretera semidesértica que lleva a
Bayunca, el bus de cortinas rojas detenido en el tiempo, las rocas oscuras en
la playa; todo me lleva a la incertidumbre y al rechazo, a separar dos mundos
en Cartagena: en uno se realiza el simulacro de la memoria histórica, la
cultura oficial, el itinerario del turista de hoteles y suites; en el otro se
vive la cotidianidad de su habitantes, en zonas aledañas al centro histórico o
periféricas a Cartagena, donde la prioridad no es el turista, quien está
ausente: aquí el cartagenero ya no es un subalterno con un papel aprendido.
En la
cotidianidad del barrio la Campiña, sus jardines tranquilos en el día, sus
fiestas de “pick up” donde a media noche aparece la policía por el exceso de
ruido, donde se fuma, se bebe y se habla en la calle con tranquilidad. los
coloridos carteles anuncian el concierto de “Rey de Rocha”, ídolo de la
champeta, por el camino hacia Basurto, donde se va hacer mercado barato; el
olor acre anuncia las moscas caminando sobre el pescado expuesto a un sol de 40
grados, moscas que se pasean por el botadero de basura, la carimañola y el
salchichón, en medio de la canícula; la ciudad cambia cuando se viaja hacia el
centro histórico, el ambiente popular desaparece y los vestigios son de un
folklorismo acartonado, sin huellas propias; el centro histórico carece de vida
autentica; detenido en el tiempo, se repite diariamente a sí mismo, como en la
película “the Truman show”: un joven indígena se pasea a diario frente a los
hoteles, las boutiques, los restaurantes, con un atuendo de indio americano, estilo Cigarrillos “piel roja”, se toma
fotografías con los turistas, se abraza fraternalmente con ellos y luego recibe
el pago por su servicio; hay guías turísticos que explican la historia de las
plazas, parques y edificaciones, mientras un grupo de jippies argentinos interpreta
pésimas canciones de rock en español, desaliñados alaridos que no son
recompensados por nadie; las masajistas en la playa olfatean tu presencia,
apenas pisas la arena, estás condenado, hay tres o cuatro sobre ti, te cogen
los pies, la espalda, te convencen de estar “estresao” y al final lo logran,
cuando te piden cinco mil pesos por el masaje de pies, cuando en realidad
habían dicho que era una “muestra gratis”; en la plaza del reloj, los negros
bailan con cuerpos esculturales y cejas depiladas, orgullosos, repitiendo incansablemente
los mismos pasos. El simulacro me incluye, fascinado por lo exótico, pero no puedo tomarle fotos a nada, estoy
paralizado, quiero tomarle fotos a los turistas europeos que toman fotos,
idénticos en sus poses, sus ropas, pero me arrepiento, solo puedo observar en
silencio, asumiendo mi cuerpo como una cámara ambulante.
Madrugo
el domingo para ayudar a mi tía en el negocio, relevo a Dayana recibiendo plata y repartiendo
vueltas, Junior duerme en la Hamaca sin enterarse de nada, mi hermano llega con
una grabadora de mano, entrevistamos gente. Indagan sobre el monstruo de la
canción: “me lo imagino gordito, de pronto de baja estatura y de buena
composición muscular/ una combinación de las razas/ con cuerpo de pez y cara de
hombre/ de pronto sin brazos, sin
piernas, con joroba, con…no sé /deforme…/ para mí sería una persona normal y le dio la
enfermedad y no sé cómo quedó/ puede ser con las partes de una vaca/ no sé si
sería blanco, si sería negro si sería inteligente, no sé.”; hablan de su
música: le gustaba tocar mucho buyerenge, tocaba bien la gaita y otros ritmos
folclóricos de la costa / yo he escuchado esa música , en la radio, pero no sé
si era de él /También contaron de sus posibles reencarnaciones, en el cuerpo de
“el cóndor”, un personaje de la zona, que después de tocar al lado de los
Inéditos, los Hijos del Sol, el Joe Arrollo y Mickey Sarmiento, terminó en los
buses rebuscando monedas, olvidado y drogadicto. Un hombre nos pregunta algo
que nunca nos habíamos preguntado a nosotros mismos “Y ese hombre manatí, ¿cómo
es el nombre de él?”
Todas
estas voces son amigos, gente que se cruza o tienen que ver con el negocio de
mi tía, a la cual vuelven a llamar con el nombre de “Diana”; no es
equivocación, desde ese día empiezan las indagaciones con mi hermano, sobre la identidad de mi tía,
mientras tomamos avena helada y palitos de queso al desayuno. Huye de algo, se
esconde, no es una prófuga, pero huye, está acostumbrada a tener muchas deudas,
amores tormentosos, a no estar en un solo lugar “¿Por qué es que te dicen
Diana?” Le pregunto un día a quemarropa, “por el clima” y pienso qué tiene que
ver ese calor tan berraco con el cambio de identidad. Tal vez un día amanezca con
resaca a la orilla de Boca Grande y alguien me llame “Ernesto”. Desde ese día sé que será el secreto de mi tía,
la que nos cuenta todos sus líos diarios, sus tribulaciones cotidianas, que no
se reserva nada o casi nada, que se mantiene de puro milagro, que a pesar de
tener deudas hasta el cuello demuestra una generosidad casi absurda, mi tía que
abre un hueco para tapar otro, que tuvo una cigarrería grande, lejos de la Campiña
y quebró, “ seguramente un préstamo en un banco que no pudo pagar” dice mi hermano,
el la conoce más que yo. Dayana me dice que hace dos años la llaman Diana, que
no recuerda con exactitud cuándo, cómo o quien la nombró así. Pienso en su
identidad, que no es solo su nombre: la adquisición casi absoluta de las
tradiciones, el habla, los ademanes, la comida y la forma de vida del costeño;
su hombre, Ricardo, es costeño, pero tienen una relación simbiótica, parece que
mi tía hubiera absorbido de el toda la espontaneidad, desparpajo, descaro y
exhibicionismo, aquella caricatura del costeño que nos ha dejado las telenovelas
ambientadas en la costa caribe. Ricardo es reservado, es un enigma, se le sacan
a ganzúa las palabras, tiene una alegría
contenida que resulta amena. Parece que los uniera un juego de espejos, donde
ambos resultaran convirtiéndose en el reflejo del otro, en el abandono
constante en el presente, sumidos en un bienestar que se puede desbordar en
cualquier instante. Sin embargo, la Sonia de mi infancia, también es la Diana
que sigue hablando de mi mamá como “la berraca que nos sacó adelante”, una tía
que admiro, aún no sé con exactitud porqué.
A
fuerza de no encontrar al hombre mamífero, que caminó en dos patas cuando de
músico, levantaba muertos con su son, por petición de mi hermano me he
disfrazado de él, de la bestia humana, comparada solo con ese hombre elefante,
que burlado por su aspecto, se aisló en un circo miserable, en la película de
Lynch. Envuelto en una piel sintética, me retuerzo, atrapado en la oscuridad, registrado
en un video cuya cinta dará testimonio real de lo que no encontramos fielmente en
las palabras de los negros, en la memoria de nadie; finalmente ha llegado el momento
de decir que el hombre Manatí no fue más que una invención, que de lo que trata
esta crónica, es de la realidad que no fue, no es, no será, o fue de otra manera. Las
metamorfosis ocurren sin percatarnos. Quisiera convencerme a mí mismo de que
aquel espectro podría visitarme una noche a saldar cuentas, a reclamar su
identidad en la tierra, llevándome a quien sabe qué infierno a pagar la ofensa
de la suplantación, como en las crónicas de Gan Bao, en la China medieval,
donde el mundo de los muertos coexistiendo con el de los vivos, no era considerado
una ficción. Quisiera despertar un día frente
a un furioso hombre Manatí, que viene a llevarme, ya viejo, a morir en
su paz, en su venganza.
El
único consuelo que nos queda lo encontramos en la plaza de Basurto, una tarde
que sacamos tiempo para los imperdonables souvenirs, entre los cuales elegimos
una docena de pulseras, moluscos con imán para la nevera, un plato en alto
relieve de las murallas de Cartagena, un par de monederos tejidos, y
finalmente, sumergido en una muchedumbre de dinosaurios, un manatí de juguete
que al presionarlo, lanza chillidos involuntarios, incoherentes con su mansa
figura.
Alex Ramírez